Berlín, año 20: de los sueños de libertad al parque de atracciones

El Muro, siempre el Muro… hasta que un día dejó de estar ahí y, como a los bárbaros en el poema de Kavafis, se le acabó echando de menos. Veinte años después de la caída del cordón que estranguló a la gran ciudad engañada décadas antes para ser la capital del mundo, Berlín se despierta esta mañana de lunes convertida ensímbolo de las virtudes y defectos no ya de Alemania, sino de todo el continente. Sin embargo, aunque curada la cicatriz aún está ahí, tan palpable como los adoquines que por todos lados trazan el recorrido urbano de aquella frontera.

El laboratorio urbano que ha sido Berlín en estos 20 años tiene en Potsdamer Platz una de sus dependencias principales. Este espacio representa como ningún otro lugar la historia de la ciudad durante el siglo XX. Mucho antes de la llegada de los nazis al poder ya era un importante centro comercial y de transportes (aquí sigue una réplica del que dicen que fue el primer semáforo de Europa, aunque esto no sea del todo cierto) y por obra y gracia de Albert Speer, arquitecto de cabecera del régimen, se convirtió en símbolo de lo que habría sido Germania, la proyectada capital del Tercer Reich.

En ella se encontraba el edificio de la Cancillería que Hitler mandó construir y cerca estaba también el búnker donde se quitó la vida, del que hasta hace pocos años –otro signo del complejo debate alemán con su propia historia– se desconocía su propio paradero.

La plaza, que había sido décadas antes uno de los lugares más concurridos de Europa, se convirtió durante la división de la ciudad en un erial por mor del Muro, que la seccionaba caprichosamente y la dejó en tierra de nadie. Por eso con la revolución planificadora que sucedió a su caída llegaron las discusiones sobre qué hacer con ese diamante en bruto del urbanismo.

Veinte años después de la caída, tras los restos del Muro que allí quedan (usados casi a codazos por los turistas para sacarse fotografías junto a los actores caracterizados de soldados de la RDA que pululan por el lugar) lo que aparece es el empuje del capitalismo en forma de rascacielos. Están el de la poderosísima compañía de ferrocarriles Deutsche Bahn, con su estructura curva de acero y cristal, o la torre de oficinas encargada en su día por Daimler que los berlineses ya han rebautizado como el gofre por su forma reticulada.

Potsdamer Platz es símbolo como ningún otro del nuevo Berlín, pero podría serlo perfectamente de cualquier otra ciudad. Auténtico no lugar en el que la permanencia prolongada puede llegar a generar efectos adversos en la psique, es escaparate de los avances de nuestro tiempo (ahí está el Sony Center y sus cines con su cúpula plástica que traslada a Alemania el monte Fuji) a la vez que mete a la Historia en una urna de cristal y la mueve a su antojo para colocarla justo en el punto en el que conviene tenerla. Porque eso mismo es lo que ocurrió con el Kaiseraal Café, casi el único edificio que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial, que fue trasladado 75 metros y encajonado entre cristales y luces de colores.

Fetichismo de la RDA

Como ocurre en otras ciudades del este de Europa, en Berlín la nostalgia comunista ha encontrado un hueco en forma de fetichismo de los objetos. No se añora la ideología, sino sus representaciones materiales. Es posible comprar parafernalia de la RDA o soviética, desde gorros e insignias hasta postales, en algunos puestos callejeros por la ciudad o junto al Checkpoint Charlie.

El más popular de los pasos que permitían atravesar los dos lados de la ciudad marcada ha vivido en estos 20 años un proceso de disneyzación que empieza en la misma existencia allí de una réplica del puesto de control; el original, como tantas otras cosas aquí, había sido demolido. Varios actores vestidos de soldado, tan desgarbados como desganados, se sacan fotos con los que les pagan algún euro frente a los sacos de trinchera. Unos paneles en la calle que recuerdan los intentos de fuga y la historia del Muro y un museo de capital privado complementan el paquete turístico de la zona.

Los símbolos del Este se han convertido sin complejos en los de todo Berlín. Ha ocurrido con los más espectaculares como el Fernsehturm, la antena de comunicaciones que construyó la RDA con tecnología de la RFA (aunque esto no era algo para decir en voz alta). Pero también con los más cotidianos como el simpático muñeco con sombrero de los semáforos del Este, tan emprendedor él cuando está en verde como imperturbable con sus brazos extendidos al cambiar a rojo.

El Ampelmann tiene hasta su propia tienda de souvenirs. El signo de tráfico sirve para vender casi cualquier objeto imaginable, desde sacacorchos o cubitos de hielo hasta sujetalibros. Y también se ha desarrollado un personaje femenino, Ampelwoman, más infantilizado que el clásico.

Turismo de la nostalgia

La nostalgia del Este tiene su reflejo en cierto gusto por la estética del diseño industrial de la RDA, pura funcionalidad puesta al servicio de la causa que creó objetos tan bellos como sencillos. Los turistas tienen incluso la oportunidad de hospedarse en el Ostel-Das DDR Design Hostel, un establecimiento cercano a la Ostbahnhof decorado con lámparas, radios y otros cachivaches originales de la democracia popular que ya está ampliando su emporio con un bloque de apartamentos de vacaciones.

Al otro lado de la estación y las vías del tren se encuentra la East Side Gallery, el tramo más largo del Muro que se conserva en pie, un lugar en el que se vuelven a notar las tensiones aunque ahora urbanísticas. Tras la reunificación el espacio entre el Muro y el río Spree fue convertido en varios bares-playa (Berlín se llena en verano de rincones deliciosos para tomar el sol con una buena cerveza) como la Oststrand (playa del Este, en alemán). Ahora estos locales peligran, sobre todo desde la reciente inauguración en el entorno del O2 World, un coliseo deportivo y de eventos que nació con la intención de convertirse en punta de lanza para la regeneración de esta margen del río.

El asunto de las playas está relacionado con los momentos de libertad posteriores a la caída del Muro, algo que también tiene que ver con la edad de oro que vivió el movimiento okupa en los años 80 y en el Este, tras la caída del muro. Kunsthaus Tacheles, en un edificio en Oranienburgerstraße que llegó a ser prisión y quedó dañado por las bombas en la Segunda Guerra Mundial, comenzó en 1990 como un centro de creación para artistas internacionales. El colectivo, que durante 18 años pagó un alquiler de un marco (medio euro) por el edificio, vive en una eterna agonía. Tacheles quiere “seguir desarrollando y presentando ideas y proyectos artísticos sin abandonar sus ideales ni caer en la nostalgia anarquista y okupa”, explican en su web. Más o menos como la ciudad… si es que le dejan: Berlín año 20, aún queda mucho por hacer.

Publicado originalmente en ElConfidencial.com.

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